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El jardín de hielo

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Snow and ice covered the green garden flower plant and ground close up selective focus winter background
Maria guardaba las cartas de Mateo en una caja de cedro, bajo la cama. Las releía los domingos, cuando el silencio de la casa se volvía insoportable.
Él había prometido volver en primavera, pero la primavera llegó y se fue, y solo quedó su ausencia helándose en las esquinas.
Ahora, en diciembre, la estufa crujía sin calor y las palabras de Mateo —»Te amaré incluso en el invierno»— sonaban a burla entre las grietas del techo.
La noche que él regresó, sin avisar, la encontró arrancando las hojas secas de la enredadera que ambos plantaron años atrás. Su abrigo olía a nieve y a perfume ajeno.
—No es lo mismo —dijo Maria, sin mirarlo, refregándose las manos en el delantal—. La planta murió.
Él intentó abrazarla, pero ella se apartó. Sus dedos rozaron el colgante que le regaló en su primer aniversario: un corazón de plata que solía calentarse contra su piel. Ahora estaba frío.
—¿Cuándo dejaste de quererme? —preguntó él, con la voz quebrada por el viento.
María observó el jardín. Las rosas que una vez florecieron entre risas yacían cubiertas de escarcha, sus pétalos convertidos en cristal.
—No fue un día, fue un invierno —respondió.
Cuando la puerta se cerró, Maria no lloró. Recogió la caja de cedro y la arrojó al fuego. Las llamas, voraces, devoraron las promesas como leña vieja.
Afuera, la tormenta seguía creciendo, pero el frío que le quemaba los huesos no venía de la nieve.
Al amanecer, el termómetro marcaba diez bajo cero. Y sin embargo, Maria supo que el invierno más largo ya habitaba dentro de ella: ese que no derrite el sol, el que nace cuando el alma descubre que el amor puede mentir.
©Jose Luis Vaquero

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